Escrito por Francisca Luque para la convocatoria abierta de "Muerte en Pandemia", EIM 2020.
Fuimos rojas y naranjas criaturas y quisimos trepar los cerros y sentir la tierra entre los puños.
También quisimos dormir entre las pulgas y dejarnos arrullar por los olores a humedad.
Después crecimos y la música empezó a sonar y nuestros padres ya no eran los mismos.
Tú siempre estuviste ahí.
Bordaste paños y toallas, freíste demasiadas empanadas y envolviste paquetes de todos los tamaños.
Hablaste hasta por los codos y poco te entendí, pero sí entendí que querías compartirte. Y tenías miedo y estabas enojada y mucho desconfiabas. Hasta de los gestos de amor te tocó defenderte, yo nunca supe si amabas tu soledad o si realmente la detestabas.
Me sentí pequeña siempre a tu lado, parece que elegiste hacerte más pequeña con los años.
Soportaste bromas que yo nunca comprendí.
En el lenguaje desconocías el orgullo, o quizás no entendías ese afán de defenderse que tanto ocupa a la mente humana.
De ti aprendí todo lo que sé de ternura, de sonreírse con facilidad y de no preocuparse por estar distraída. Aprendí a no avergonzarme de mi vanidad, a disfrutar de la atención que recibo y a dejar pasar todo lo ajeno, lo extraño.
Siempre que me sentí sencilla llevaba tu imagen conmigo, tus manos hermosas, tu voz profunda y grave, esas miradas que dabas sin insinuar absolutamente nada. Quizás, que tenías miedo y que tu territorio era solamente tuyo.
Así te sentí siempre, y no sé qué darte en estos tiempos raros en que nos dejas. Eres la casa que recibe y la casa que resiste en medio de todos los embates de Valparaíso. Una resistencia tranquila, guardada. El espacio vacío entre el grito que espanta y la caricia que envuelve.
Y así vamos entendiendo que de eso nomás se trata: de avanzar para cansarse y de descansar para volver a avanzar, soñando con una línea recta que no es otra cosa que un círculo, un aprender a descansar. Te adoro maestra mía.
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