Daniela Albuquerque, doula de fin de vida “El cuidado no puede seguir siendo una carga privada: necesitamos una red colectiva para un buen morir”
- EIM
- Jun 27
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Por Fundación Muerte
En los últimos años, los cuidados al final de la vida han ganado espacio en la agenda pública, sobre todo en contextos donde el envejecimiento poblacional, las enfermedades crónicas y la desigualdad hacen evidente la fragilidad de los sistemas de apoyo. Sin embargo, los avances son aún desiguales, especialmente en los sectores más vulnerables. Daniela Albuquerque, terapeuta ocupacional y doula de fin de vida, ha dedicado su trayectoria al acompañamiento de personas con alta dependencia y sus familias, especialmente en comunidades históricamente excluidas. Desde ahí, plantea una mirada crítica, afectiva y profundamente política sobre cómo habitamos —y cómo deberíamos transformar— el morir.
¿Qué te lleva a trabajar en el acompañamiento de fin de vida, especialmente en contextos de vulnerabilidad social?
Soy terapeuta ocupacional y desde mi experiencia, sobre todo acompañando personas con discapacidad y alta dependencia, comencé a enfrentar el fallecimiento de nuestros usuarios, de sus familias, y a tomar conciencia de la poca formación que tenemos en salud sobre la muerte. Vivimos muy atravesados por una lógica biopolítica: se valora la vida en términos de productividad, de bienestar, y se niega profundamente la muerte, cuando es lo único cierto que vamos a habitar. Empecé a ver nuestra propia ineficiencia como profesionales para acompañar esos procesos, y como mi trabajo siempre ha estado en comunidades históricamente vulneradas, se fueron trenzando esas dimensiones. También hay una búsqueda espiritual y de sentido que me llevó a entender otras cosmovisiones sobre la muerte y el cuidado.
¿Cómo se entrelazan la salud mental y el proceso de morir en personas que viven en condiciones precarias o de abandono?
La salud mental hoy se visibiliza más, sobre todo después de la pandemia, pero el sufrimiento psíquico ha estado presente desde mucho antes, sobre todo en sociedades como la nuestra, muy individualistas, capacitistas, con una lógica de producción sin descanso. A veces hablamos de salud mental como si fuera un problema, pero en realidad es una aspiración: queremos salud, bienestar, vínculos, comunidad. El malestar mental muchas veces no es un diagnóstico individual, sino una expresión singular de una injusticia social. Cuando se vive en pobreza, exclusión o abandono, ese sufrimiento se intensifica y se vuelve más complejo.
¿Crees que se abandona aún más a las personas en situación de calle, o sin acceso al sistema de salud?
Por supuesto. Todavía creemos en esta fantasía del empoderamiento individual, como si bastara con que una persona “decida” salir de la calle o de la pobreza. Eso no es real. El cambio es colectivo. En mi experiencia, incluso hay personas con casa que están más invisibilizadas que quienes están en la calle. A veces se piensa que tener un techo es sinónimo de estar contenido, pero muchas personas viven aisladas, sin acceso, sin redes, en hogares que el sistema ni siquiera ve. Eso también es abandono. Y muchas veces, son mujeres quienes sostienen ese cuidado, hasta el agotamiento.
¿Qué lugar tienen la comunidad, la espiritualidad o las redes informales en los procesos de fin de vida?
Ojalá el cuidado fuese un derecho garantizado por el Estado, y no algo que se da por obligación familiar o comunitaria. Pero hoy son precisamente esos saberes subalternos —los vínculos del barrio, la iglesia, los colectivos migrantes o LGBTIQ+, la espiritualidad— los que sostienen el cuidado. Aunque están fuera del sistema formal de salud, son quienes realmente están ahí respondiendo a la soledad, al dolor, al abandono. Las redes afectivas, las memorias, los rituales, todo eso aparece como posibilidad de alivio, incluso cuando no hay recursos.
¿Cómo se vive el proceso de morir en esos territorios donde el acceso a cuidados paliativos o a servicios básicos es limitado?
Es difícil generalizar, pero lo que he podido ver es que el miedo a la muerte atraviesa a todos quienes vivimos bajo esta lógica neoliberal. Sin embargo, también hay sabidurías que emergen, formas de recordar, de conectar con los propios orígenes, sobre todo en comunidades migrantes. La ritualidad permite cierto alivio. El problema es que no hay tiempo para cuidar. Se nos permite llorar a los muertos, pero no acompañarlos en vida. Y eso es una injusticia. Lo mismo pasa en la comunidad trans o disca: son personas que históricamente han sido maltratadas, pero que en sus propias redes generan cuidados muy profundos, que reconocen su identidad incluso después de la muerte. Eso es poderoso.
¿Y qué ocurre con quienes cuidan? ¿Cómo ves el lugar de las cuidadoras, que suelen ser mujeres?
Creo que hemos avanzado, pero sigue habiendo mucho sufrimiento. Hay que honrar a las mujeres que han dado una lucha política por visibilizar el cuidado. Durante el estallido social esa voz se levantó con fuerza, y aunque mucho se perdió en el proceso constitucional, hoy hay una política nacional de cuidados, con una ley y un plan nacional. Pero mientras sigamos pensando que el cuidado es tarea de la familia, y que lo demás es solo “ayuda”, no vamos a transformar nada de fondo. Las mujeres siguen solas, precarizadas, sin reconocimiento. Basta ver lo que pasa con las personas mayores hospitalizadas que no pueden ser dadas de alta porque no tienen a dónde ir. Se habla de una ley “hijito corazón”, como si todo fuera responsabilidad de la familia, y no de un sistema social de protección.
¿Crees que Chile puede avanzar hacia un sistema integral de cuidados que contemple el bienestar y el buen morir?
Tenemos que hacerlo. Porque no es un tema de “otros”, es un tema que nos va a tocar a todos. Nuestra pirámide poblacional se invierte, envejecemos, y muchas personas no tendrán hijos o redes. Aparecen discursos muy violentos, como que “por no tener hijos vas a pagar las consecuencias”. No, no es un castigo no tener hijos. Tenemos que planificar nuestra vejez y nuestro morir con derechos, con redes, con comunidad. No es un problema individual, es una cuestión de derechos humanos. El buen vivir y el buen morir son responsabilidades colectivas. Y eso requiere un entramado sanitario, comunitario, afectivo y político.
Después de haber acompañado tantos procesos de fin de vida, ¿qué has aprendido sobre la vida? ¿Qué deberíamos transformar como sociedad respecto a cómo morimos?
He aprendido que la vida es completamente frágil, completamente impermanente. Y esa conciencia, en vez de ser oscura, le da un valor profundo a la existencia. Nos obliga a estar presentes, a no distraernos. Hemos hablado mucho entre colegas de la fragilidad como posibilidad. Y creo que eso necesitamos: reconocernos como seres frágiles, necesitados del otro, interdependientes. No esperar solo del Estado ni solo de la familia, sino reconstruir una red de cuidados entre todas, todos, todes. Reencontrarnos para cuidarnos. Cuando volvamos a escuchar al otro, vamos a recordar que nos queremos. Y que podemos sostenernos.
Esta entrevista fue realizada por Fundación Muerte y forma parte de su serie de conversaciones sobre el derecho a una muerte digna en América Latina.
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